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Al caer en mis manos el libro MUJERES CHILENAS DETENIDAS DESAPARECIDAS, publicado en Santiago el 4 de Marzo de 1986, el Día Internacional de la Mujer. Después de recordar con impotencia las caras nubladas de 56 obreras, profesoras, estudiantas, modistas, dueñas de casa, sociologas, secretarias, o empleadas domésticas que abanican con sus rostros el triste hojeo de estas páginas; me detengo sin querer en el último caso que documenta esta bitácora. El retrato párvulo de Claudia Victoria, la niña más joven que cierra aquella ronda de la muerte. 

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Al mirar su foto y leer su edad de ocho meses al momento de la detención que es tan pequeña para llamarla DETENIDA DESAPARECIDA. Creo que a esa edad, nadie tiene un rostro fijo, nadie posee un rostro recordable, porque en esos primeros meses, la vida no ha cicatrizado los rasgos personales que definen la máscara civil. A esa edad, todas las guaguas se parecen, todas hacen pucheros y se rien sin verguenza frente a una cámara fotográfica. Ninguna sabe entonces que su carita de manzana mostrando las encías despobladas, es la última visión que se tendrá de ellas, el único documento en blanco y negro donde aparece y desaparece la nena, tan diminuta, tan grasiosa y chiquitita, como para cargar en su frágil cuerpo la banda fúnebre que encinta el álbum familiar de América Latina.

Desde donde acaso se puede invocar una vida tan corta, la más desaparecida en su diminuto capullo rasgado a tirones la noche del 28 de Noviembre de 1978, en Buenos Aires. La ciudad donde vivía con su mamá argentina y su padre chileno, la pareja que intentaba anidarle un futuro, esa capital silenciada por la dictadura porteña. Desde que sueño infantil recuperarla, sobresaltada, bruscamente despierta por los bototos pateando.

Los enormes zapatos que entraron en su mundo que ella vio asustada pisando dibujo, muñecas y libros de cuentos deshojados revoloteando en el ventanal estremecido por el brutal allanamiento. Esa noche que vió por última vez su espacio cálido, desde donde la arrancaron sin permiso, en el infarto nocturno de oir los ecos de su madre apagándose por el túnel de algodón donde la desaparecieron.

Al detenerse en la foto de Claudia Victoria, la pienso doblemente desaparecida en la multitud de guaguas que tienen la misma mueca juguetona para el diaporama del recuerdo. Y tal vez, si esta viva, quizás adoptada por alguna familia militar que no podía tener hijos, se hace más oscura su desaparición, ahora como hija veinte años criada en el bando contrario que le giró bruscamente su vida. Se hace imposible recuperarla para decirle la verdad, para contarle un viejo cuento que se inició en Santiago de Chile, en el barrio de La Cisterna, cuando José Poblete, lisiado de las dos piernas, emigró a la Argentina para reabilitarlo. Y allí conoció a Gertrudis Hlaczik con quién formó un hogar y tuvieron una hija que crecía cada día mas linda, mientras el estudiaba sociología y se movía entre los pasajeros de los trenes en su silla de ruedas vendiendo cosas. Ambos participaban en un grupo de cristianos por la liberación. Ambos fueron detenidos en la beba y hasta el día de hoy no se sabe de su paradero. Después las abuelas de la niña, dejaron los zapatos en la calle, buscando, preguntando por ellos en Campo de Marte, el Olimpo y Puente Doce. Y siempre les dijeron lo mismo: No se sabe. No aparecen. A joder a otro lado viejas. Por ahí, algo supieron de los chicos através de unos detenidos que los vieron en el Olimpo, aún con vida. Pero de la nena nadie tenía información, se había esfumado en el aire empa9ado de aquella noche de terror. Ni siquiera el cardenal Gracelli, el sucio monseñor alcahuete de las botas argentinas, supo dar razón a el desaparecimiento de Claudia Victoria, y despidió a las abuelas con una hipócrita bendición en su elegante despacho de la Nunciatura. Por eso la abuela chilena de la niña, se integró a las Abuelas de Plaza de Mayo; solamente ella, porque la abuela argentina sucumbió en la inutil espera. Se suicidó en Buenos Aires, justo a los tres años de ocurrido el hecho.

Y de Claudia Victoria, la diminuta criatura impresa en la foto, nunca más se supo, y su amplia sonrisa dibujada en el papel, es la misma cicatriz que une a los dos países. La misma costra cordillerana que hermana en la ausencia y el dolor.

 

Pedro Lemebel